miércoles, 19 de junio de 2013

Novelas y policías













Cómo escribir sobre casos policiales sin caer en el periodismo o encomendar la trama a un personaje principal que, a priori, no simpatice al lector. Porque como bien indicaba Foucault y antes de él Max Weber, el policía es el control estatal hecho carne, el "uso legítimo de la fuerza" hecho carne. La literatura y más tarde el cine, darían con una solución salomónica a la encrucijada: el detective privado.

Él se mueve en el mismo escenario del control policial, pero el suyo es el lugar del outsider. Su relación con la policía es en general ambigua. Ambos se implican como males menores, se relacionan, se toleran, pero no simpatizan. Cuando se juntan es solamente para poner de manifiesto la inteligencia o la valentía del protagonista, en contraste con el talento de los pálidos representantes del la ley. Desde ese lugar, el de la diferencia, el lector se relaciona y empatiza con este personaje casi siempre oscuro, excéntrico, vicioso a veces, lleno de contradicciones pero fundamentalmente (siempre de modo heterodoxo) honesto.

El detective privado es a veces un ex-policía, expulsado de la fuerza por problemas con la autoridad, hechos de violencia, acusaciones injustas o empecinamiento en vicios que un representante de la ley y el orden no puede tener: alcohol, drogas, putas, juego y otras cosas divertidas.

Sir (vamos a ponerle el título ya que se lo puso la reina) Arthur Conan Doyle es sino el primer escritor de novelas policiales, sí quien creo con la figura del detective Sherlock Holmes muchos de los clichés del género policial. Holmes es un outsider en toda regla, un excéntrico, un intelectual y también un drogadicto. El método lógico deductivo de Holmes, herencia de una época de positivismo fervoroso, será el mismo que sigan sus herederos: el padre Brown de Chesterton o el Hércules Poirot de Christie.

Conan Doyle tampoco inventa la pólvora. Utiliza recursos bastante visitados en la historia de la literatura, como el de introducir un personaje secundario, un alter ego cuya única excusa de existencia es la de escuchar las explicaciones de Holmes; quien lo desautorizará con su afamado e hiriente “elemental Watson”. Watson es el Sancho Panza del Quijote, el Robin de Batman, el Lotario de Mandrake o el Yañez de Sandokan. Un personaje de una fidelidad perruna, un poco abombado, cuya inteligencia intenta seguir a la de su mentor pero que sólo consigue con suerte entender sus explicaciones. El lector es también un poco Watson, porque para quién sino para él son las largas peroratas de la brillante y locuaz lógica de Holmes.

La base del género policial clásico es la siguiente: ocurre un crimen inexplicable. Normalmente la policía manifiesta su ineficacia para resolverlo e incluso su torpeza. Alguien participa a nuestro héroe de tal situación y aquí comienza la diversión. De la suma de los vestigios y señales que el detective recoja a lo largo del libro, vestigios y señales que el escritor está obligado a transmitir al lector sin guardarse ninguno,  surgirá un modelo, una maqueta, una reconstrucción de la historia (y una interpretación) que devele el misterio. Lo de no ocultar ningún detalle es un convenio tácito con el aficionado al género, que se convierte también en detective. El lector reconstruirá su propia historia para descubrir al cabo (si la novela es efectiva) que ha interpretado mal los indicios, dejándose engañar. La solución al misterio es distinta a la que el lector ha arribado. Sherlock, Brown, Poirot, darán pruebas (normalmente en una brillante exposición final) de su sutileza (que el lector reconocerá) y su inteligencia, resolviendo el caso con los mismos indicios expuestos, pero ordenándolos e interpretándolos de un modo diferente e inesperado. En este sentido el lector se sentirá defraudado, de un modo que tiene algo de paradojal, si logra develar por sí mismo el misterio y el detective ficticio y novelado no es en definitiva más inteligente que él.

Algo de este análisis anticipamos hace poco en nuestro comentario sobre El sueño de los héroes de Bioy Casares, donde el autor utiliza la estructura del policial como coartada para una novela de género fantástico.

Semanas atrás escuché al escritor Federico Andahazi en una entrevista televisiva, afirmando que al escribir una novela policial un escritor se recibe (se gradúa) de escritor. Se puede compartir o no tal idea, pero lo que sí es cierto es que el policial obliga por estructura a un cierto rigor de construcción, donde las conclusiones deben ajustar perfectamente al texto precedente que las anticipa pero que, en un verdadero tour de force de prestidigitación y ocultamiento, no puede revelarlas antes de tiempo. Es decir, la conclusiones están ancladas en señales e indicios que el lector ya ha visto, pero, o bien pasaron desapercibidas, o fueron evaluadas de forma deficiente. En este sentido una novela policial debe "funcionar" (el término es mío) de un modo diverso a otros tipos de géneros, obligación que la constriñe y a la que, seguramente, responde el prejuicio que todavía hoy persiste en relación al policial.

De los norteamericanos será la tarea de renovar, o al menos dar una vuelta de tuerca al género. Los campeones americanos fueron Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Surgidos en esa efervescencia literaria de las publicaciones pulp y revistas de pocos centavos, Hammett y Chandler popularizan otro tipo de detectives que transitarán el sub-género de la novela negra. A título informativo de mi gusto personal anoto aquí que considero a Chandler mejor escritor que Hammett. Aquí también comentamos un texto del primero. Lejos está Piliph Marlowe, el recurrente personaje principal de Chandler (el escritor también escribirá sagas y estará como Conan Doyle desesperantemente atado a su personaje), de los ascéticos detectives victorianos del policial clásico. Marlowe, aunque con un intrigante desprecio por el dinero que manifiesta uno de sus irregulares escrúpulos, se mueve por el escenario de bajos fondos oscuros y tortuosos de Los Ángeles. Este contexto, en las antípodas de la Baker Street, parece contagiar su estrechez, su miseria, sus crímenes de baja estofa a quien debe develar un misterio que, en última instancia, no es lo más importante.

Marlowe se revuelca en ese mundo maloliente atravesado de peligros, traiciones, amistades de dudosas moralidad y bellas femme fatales. Sus herramientas ya no serán la lógica y la pura inteligencia. En el EE.UU. posterior al crack del ´29, en unas novelas destinadas a la clase obrera de los blue collars, Marlowe recurre a la intriga o la violencia, se enamora de sus clientas que por lo regular son malas minas, lucha contra sus vicios y su pasado, y lleva la historia a los tumbos por callejones infestados de ratas y escapando de malhechores con apellidos italianos que se la tienen jurada.

El cine le puso a Marlowe el rostro de Humphrey Bogart. Y Bogart, con su sombrero ladeado, su piloto raído, su gesto adusto y su aparente desprecio por las cosas de este mundo, es Philip Marlowe. Y hasta su talento alcanza para hacernos creer que llena el rol, porque si hablamos de fisic du rol, y a fuerza de ser justos, Bogart era un poco petizo para ser Marlowe.

El cine negro crea con el matrimonio Bogart-Marlowe otro estereotipo, citado, imitado y parodiado hasta el hartazgo. Hoy en día no podemos pensar en un detective privado sin imaginarlo con su sombreo y su piloto, alejándose por alguna calle sórdida y nocturna, apenas manchada por la luz de farolas deficientes, atravesada de gatos maulladores, humedad, el sonido ahogado de los garitos y la promesa de un asesinato de alguien al que nadie echará de menos.


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