jueves, 28 de febrero de 2013

Mi biblioteca japonesa

Por las constricciones arquitectónicas de mi  morada no poseo una biblioteca extensa. En cambio, tengo un sobrio ropero con puertas, construido por mi con los restos de un placard  familiar. Allí dentro se acomodan de trescientos a cuatrocientos libros los mejor que pueden. En dobles y triples filas, en pilas, pirámides, escaleras. En profusa promiscuidad de géneros y temas.

Pero la alegre anarquía a veces excede los límites físicos de mi ropero-biblioteca, porque todo el tiempo llega gente nueva a formar parte de la comunidad. Por tanto, de vez en cuando, extensas y profundas razias remueven aquellos ejemplares ya leídos y que no han hecho las suficientes buenas migas con el bibliotecario como para que este los considere imprescindibles. Es así como montones de libros, fascículos y a veces revistas, son dispuestos en un oscuro y desvencijado bolso que guardo al efecto, y salen ocultos rumbo a la compraventa de libros usados.

Me ha ocurrido que lo que llevaba en mi bolso, con la esperanza de achicar espacios y de paso traer de vuelta algún libro "nuevo", ha sido tan apreciado por el librero de turno, que han regresado casi la misma cantidad de libros de los que pensaba deshacerme. Fue por un lado una alegría verme con veinte o treinta libros con nuevos temas para lectura y autores renovados, pero por otro los problemas demográficos de mi ropero persistían.

En otras ocasiones, las más de las veces, lo que llevo en mi bolso no causa ningún interés en el eventual librero. O bien, como siempre sucede (sobre todo con los vendedores de autos usados) lo que uno lleva no vale nada y lo que ellos tienen vale demasiado. Cómo ellos tienen el lado de la sartén con el mango, uno no puede menos que ceder a sus pretensiones leoninas. Después de todo el objetivo no es otro que deshacerse de algo que nos entorpecía; pero de todos modos es amargo ver cómo una nutrida pila de revistas de aviones que coleccionamos ávidamente en nuestra primera juventud, desaparece a cambio de un solo volumen de la Biblioteca de los Grandes Pensadores.

Antaño el funcionamiento del canje de libros era más llano. La mecánica era el simple y trasparente dos por uno. Ud. trae dos novelas y se lleva una. Dos revistas, lo mismo. No había regateo o discusión posible, la ley era rígida como la del Talión. Hoy en día el librero entrará en Internet y sabrá al instante el precio exacto de lo que le ofrecemos, desarticulando cualquier tipo de sanata que uno lleve preparada acerca de lo valioso de este libro que nos trajo nuestra madrina desde Innsbruck.

Con el tiempo mi ropero muta hacia lugares del conocimiento parecidos a mis intereses del momento. A veces aumenta el volumen de novelas y luego decrece, para dejar paso a libros y revistas de relojería. Luego las revistas desaparecen y el barrio de la filosofía saluda nuevos visitantes llegados de una mesa de ofertas. Los libros de pintura que colmaban los estantes, van mermando y ahora la historia y las biografías ganan por goleada. Así mi ropero se me antoja un país, un Japón de proporciones acotadas donde cada espacio es precioso por lo limitado, y donde cada habitante que se va deja espacio a uno nuevo que ocupa su lugar. Un organismo vivo que se transforma, crece, muta. Me gusta pensar que en ese amasijo gris que porto entre las dos orejas sucede lo mismo.

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